Follar sin condón, y las 7 semanas de desesperación.

Un lector nos escribía acerca de su preocupación. Había follado sin condón. Una noche loca, ya sabes. Conoces a una chica en un pub. Te pasas toda la noche hablando con ella. La cosa parece que va bien. Te coge mucho de la mano. Mucho. Notas que incluso a veces te aprieta, o no te la suelta. No hay forma más segura de saber que esa noche follas. Y sí, folló. La llevó a su casa. La cosa empezó bien. Besos en el ascensor. Los primeros, apasionados. Empezó bien. La temperatura estaba alta ya antes de meter la llave en la cerradura de casa. Cesa el ladrido de los perros, casi por respeto para dar más audiencia a su respiración. Acompasada. Deseosa. Agitada. La puerta se abrió dando la bienvenida a una noche de placer. Se besaron tras la puerta. En el pasillo. Se mordisquearon dirección a su habitación. “Dame agua”, “qué piso tan bonito tienes”, fueron las únicas palabras que intercambiaron antes de llegar a su habitación. La ropa voló, porque voló. Preliminares calmados, como le gustaban a él. Y mordiscos fuertes, como le gustaban a ella. Se pararon a excitar cada rincón. No hubo tabúes. Ahí se besó, se chupó, se lamió, se escupió sobre cada parte. Los dedos buscaban los genitales del otro mientras las piernas se tensaban y cada roce era una nueva explosión de dulzor. Su pene, turgente, tropezaba contra las piernas de ella en cada movimiento. Cuando él tocó su vulva por primera vez supo que ella estaba realmente excitada. Preparada. Pero aun así quiso seguir lamiéndole los pechos mientras tocaba la parte baja de su espalda. La giró para empezar a besarla desde la nuca, sus hombros, y rozando con sus dientes sus nalgas. Cuando volvió a girarla ella abrió las piernas buscando más batalla. Quería ser penetrada. En ese momento él echó mano de su pantalón, que había dejado precavido junto a la cama. “Los condones nunca están en el primer bolsillo en el que miras”, pensó. Y rebuscó. Pero ella entonces le paró. “No hace falta, tomo la píldora”. Sin más mediación él buscó su interior y empujó con las ganas que había acumulado desde que ella dijo “Me llamo Sofía”, en el pub, con esos ojos verdes y esa sonrisa de labios pintados.

«Su pene, turgente,
tropezaba contra las piernas de ella en cada movimiento»

El primer pensamiento de él enturbió la pasión. Él sabía que no debía meterla sin condón, pero ya era tarde para parar. ¿Cómo le iba a decir ahora que no? Ahora que ya había entrado, ahora que ya notaba su interior. Apartó el pensamiento, casi por obligación. Y continuó disfrutando a medias, como se disfruta cuando sabes que puedes estar cometiendo un error. La excitación subió. Ella se puso encima. Gozaba. Él la agarró de las caderas pero ella decidió marcar su propio ritmo, más rápido. Rebotaba cada vez para llegar más profundo. Y todavía más rápido. Y por veces se detenía despacio, sacando el pene de él casi por completo para que el clítoris notase toda la extensión de su miembro. Apretando una vez estaba todo el pene dentro, para volver a salir y a entrar. Más aprisa. Ella abrió la boca echando la cabeza hacia atrás. Ya notaba que venía. Tensó las piernas, fuerte, en un gran orgasmo. Él lo notó, y estaba a punto. Muy a punto. Solo hicieron falta un par de embestidas más y también se corrió. Lo hizo a la vez que la sensación de culpa. Intensa. Que brotaba en cada poro de su piel.

Tras el orgasmo se quedaron un rato en silencio. Fue el disparo de salida para esta gran obsesión. Mirando el techo empezó a pensar en diferentes enfermedades de transmisión sexual, lo que hizo que la temperatura de su cuerpo bajase más aprisa. Hasta quedarse frío. Gélido. Recordó luego las palabras de una amiga que le había dicho “Si no soy madre antes de los 30, engaño a cualquiera”. Engaño a cualquiera se repitió 3 veces más, antes de imaginarse a Sofía embarazada. Se imaginó concretamente la llamada de teléfono en la que ella se lo decía. Luego hubo más silencio. Tristeza, camuflada con una falsa sonrisa para que ella no se lo notase. Se terminó de limpiar los restos de semen que todavía permanecían en su glande, mientras ella cogía un clínex y recogía el que todavía salía por la entrada de la vagina. El abrazo que siguió parecía un abrazo de desconocidos, por frío, por distante. En la cabeza de él los pensamientos resonaban con eco. Se sintió sucio. Suicida.

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Los días fueron pasando y ni un solo día él dejó de pensar en que el teléfono sonaría y sería ella. A veces él la saludaba, por mensaje. Era más por comprobar que ella no tenía nada que decirle. De esos mensajes que temes, y que te cambian la vida.

De esto han pasado ya 7 semanas, dice nuestro lector. El alivio crece con cada día, pero no desaparece del todo. Todavía cada jornada tiene un pensamiento amargo que se clava como un puñal entre vértebra y vértebra. Y duele. Duele un rato. Que a veces se extiende más tiempo. Pensando en ese error. Ese momento de pasión, que puede cambiarle la vida a cualquiera, porque todos los días se la cambia a alguien. Y ese alguien podría ser él.

Podrías ser tú.

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Fernando Pena
Psicólogo y sexólogo
Director del Centro de Psicología Sanitaria del Grupo Papillón
www.miconsulta.es 

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